Por: Andrés Mejía Vergnaud*

Temprano, en septiembre, empiezan a llegar las lluvias que anuncian la segunda temporada invernal del año. Llegan con fuerza, como pudimos presenciarlo los bogotanos este fin de semana. Y de acuerdo con las instituciones oceanográficas y meteorológicas internacionales, el fenómeno de La Niña está activo, y producirá un fuerte ciclo de lluvias. Pero con estas primeras aguas llegaron también noticias desconcertantes, las cuales informan de extraordinarios retrasos en las obras relacionadas con las dos temporadas de lluvias anteriores. Dicen esas noticias que los retrasos se presentan, tanto en las obras de reconstrucción, como en aquellas que se requieren para enfrentar las lluvias de este segundo semestre. Buena parte de la culpa les es atribuida a los mandatarios regionales, a los gobernadores, sobre quienes se puso la responsabilidad de ejecutar las obras (cabe decir que algunos lo han hecho muy bien). Los gobernadores a su vez señalan al gobierno central, por el exceso de trámites burocráticos requeridos para acceder a los recursos. Ambas versiones pueden ser ciertas: en el fondo, sin embargo, creo que le cabe una responsabilidad última al gobierno central. La inundación de buena parte del territorio fue una crisis de carácter nacional, una emergencia sin precedentes, una calamidad que abrumó al país entero: el liderazgo para enfrentar tales crisis ha de venir de quien ejerce la administración central. De poco consuelo sirve a los damnificados, y a quienes lo serán, escuchar del gobierno argumentos persuasivos para culpar a los gobernadores. La realidad, su realidad, es que perdieron mucho o lo perdieron todo, y ante tal pérdida fue inferior la capacidad ejecutiva de la autoridad nacional.

No es este, sin embargo, el único frente en el cual han sido puestas en duda las capacidades ejecutivas del presente gobierno. Por todos lados se oyen quejas y reclamos de ineficacia, lentitud, y falta de liderazgo. Ejemplo: una noticia publicada esta semana en Portafolio decía que nuestro país podía perder $ 6.700 millones de dólares en inversiones petroleras, por causa de la lentitud en los procesos de licencia ambiental. Otro ejemplo notable es el extravío que vivió el país en la política de seguridad y defensa durante el primer año de la actual administración (cosa que obligó a un cambio de ministro). Con el tiempo, el gobierno Santos parecería perfilarse como una administración muy acertada y ambiciosa en sus iniciativas legislativas, llena además de magníficas intenciones de cambio y de transformación; pero dormida aún en su faceta ejecutiva, en su dimensión de realizaciones y transformaciones concretas.

En los últimos día esto me ha suscitado una reflexión para lo cual no tengo respuesta. Durante los ocho años de la administración Uribe, muchas personas, incluso entre quienes admirábamos sus políticas, criticamos constantemente su estilo de liderazgo y de gerencia. Le criticábamos por no delegar, por involucrarse personalmente en todos los procesos; por dar órdenes de manera constante a funcionarios de nivel medio, omitiendo los canales regulares; llegamos muchos a decir que, por esas conductas, las instituciones estaban sufriendo un menoscabo a favor de un gobierno personalista. El presidente Santos llegó a efectuar el cambio tan solicitado: impuso un estilo donde hay una sofisticada delegación de funciones; evita involucrarse personalmente en todo, y deja grandes tareas a sus ministros y altos funcionarios; no incurre en la tentación de manejar todos y cada uno de los asuntos; en fin, un estilo de liderazgo que suscitaría aplausos desde cualquier perspectiva. Y sin embargo, en la práctica, mucho menos fértil en resultados que el liderazgo de Uribe. Cualesquiera sean las críticas que puedan hacerse al estilo de liderazgo de Uribe, es innegable que en él había un compromiso férreo con los resultados, y este era un compromiso que asumía directamente el mandatario. Fijaba metas, y vigilaba personalmente su ejecución. Si se trataba de asuntos graves o urgentes, él mismo tomaba el teléfono para afrontar la situación y dar las órdenes. Comprendo la preocupación de Santos por instaurar un estilo más sofisticado de gerencia. Pero tal estilo debe ser complementado con una presencia más vigorosa del Jefe de Gobierno, y con un mayor compromiso suyo por los resultados. El gobierno no es una empresa privada, y muchos de los funcionarios públicos en quienes se delegan las tareas tienen pocos incentivos para sacarlas adelante. No les hace bien la figura de un mandatario tan ausente. Y esto reviste mayor importancia cuando se trata de asuntos críticos de la Nación, como el orden público o las tragedias naturales. En tales casos la figura del líder es insustituible.

*Director Académico del Instituto de Ciencia Política