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Por: Sergio Muñoz Bata

Para sorpresa de algunos y desinterés de otros, Edward Snowden, un analista privado contratado por la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense, recientemente reveló que, además de espiar a sus enemigos y a los periodistas hostiles, el Gobierno también espía a los ciudadanos comunes y corrientes cuando lo considera pertinente, y que lo hace siempre con el beneplácito del Congreso y del poder judicial.

Y digo que la revelación no es ninguna sorpresa porque no es la primera vez que esto sucede en la historia del país. En 1975, el senador Frank Church, demócrata por Idaho, inició una investigación para determinar el alcance de los excesos de los servicios de inteligencia de la CIA, en particular durante la presidencia de Richard Nixon, después de que el New York Times publicara una serie de artículos en los que denunciaba la existencia de una red de espionaje doméstico, y de repetidos intentos de asesinato contra líderes extranjeros, como Patrice Lumumba, Fidel Castro y varios más. A pesar de las críticas en su contra, algunas que inclusive lo acusaban de traición a la patria, Church logró que se aprobara una ley que prohibía los asesinatos, desautorizaba al Gobierno a espiar a sus ciudadanos y establecía nuevos aparatos de control de las agencias de inteligencia, que estuvieron vigentes contra viento y marea. Sin embargo, después de los atentados del 11 de septiembre, la llamada ley patriótica del 2001 diluyó las restricciones impuestas a los servicios de inteligencia y le otorgó al Presidente poderes especiales para establecer programas de vigilancia de ciudadanos y extranjeros “sospechosos” de estar vinculados a organizaciones terroristas.

Hoy, las recientes denuncias de Snowden confirman que la Agencia de Seguridad Nacional opera al menos dos programas de espionaje, que le permiten saber con quién hablan por teléfono los ciudadanos estadounidenses, y acceder, dentro y fuera de EE. UU., a los correos electrónicos, mensajes y datos que la gente pone en la Red. Estos programas, dicen las autoridades, no incluyen la escucha de las conversaciones ni el registro de los nombres de las personas que hacen las llamadas, porque no se accede al contenido concreto de las conversaciones, salvo en el caso de quienes tienen nexos con organizaciones o militantes terroristas. Según las autoridades, estos programas han permitido frustrar “docenas de tramas terroristas” en EE. UU. y en más de otros 20 países. Pero no dicen cuáles y solo citan el caso del intento de atentado del afgano Nayibullah Zazi en el metro de Nueva York, en septiembre del 2009.

En el Congreso, algunos políticos se han apresurado a acusar a Snowden de traición, un cargo difícil de probar porque, como bien ha subrayado el New York Times, el cargo de traición solo se aplica a quienes colaboran con el enemigo contra quien Estados Unidos está en guerra y ese claramente no es el caso de Snowden.

Desde mi punto de vista, el problema de fondo no son las filtraciones de Snowden ni las de sus antecesores. Si acaso habría que agradecer que exista gente como Daniel Ellsberg, el analista militar de Rand Corporation que filtró las informaciones que certificaban que el Gobierno le mentía deliberadamente a la ciudadanía sobre el estado real de la guerra en Vietnam; y como W. Mark Felt, más conocido como ‘Deep Throat’, quien informara al Washington Post sobre el espionaje de Richard Nixon y sus secuaces en Watergate.

Lo preocupante es que cada vez que la ciudadanía descubre que su gobierno le miente se mina su confianza en las autoridades y en las instituciones. Lo reprobable es que un gobierno democrático emprenda acciones criminales encubiertas y además establezca programas secretos que le permiten vigilar la vida privada de las personas.

Fuente: ElTiempo.com