Por: Saúl Hernández Bolivar
Una buena parte de nuestros servidores públicos no solo se comportan como zánganos sino que, a menudo, resultan ser verdaderas sanguijuelas. Esto, porque casi todos los de esa clase parasitaria que es la burocracia del Estado hacen ingentes esfuerzos para obtener toda clase de ventajas y privilegios sirviéndose, por lo general, del chantaje y la presión que se derivan de huelgas, paros -como el judicial- y bulliciosas protestas.

Y no es poco lo que han logrado: cientos de entidades del Estado han tenido que ser liquidadas o reformadas porque la voracidad de sus funcionarios las ha llevado a la quiebra. Pareciera que el objetivo de estos personajes no fuera el muy loable de servir a los ciudadanos a través del Estado sino el de servirse de él, y esto hace tan atractiva la cosa pública que muchos se pelean sus puestos en todos los niveles.

Pero hay una pequeña élite que, dado su mayor alcance, ha ido mucho más allá. Personajes muy poderosos como los mal llamados ‘Padres de la Patria’, así como los magistrados de las altas cortes, se han convertido en verdaderos chupasangres al detentar la capacidad de legislar, los unos, o de interpretar las leyes, los otros, en beneficio propio. Y una de las más vulgares formas en que lo han venido haciendo es la que tiene que ver con sus jugosas pensiones.

Los colombianos, por mucho tiempo, nos hemos tragado el sapo de sus suculentos honorarios, que, incluso, están muy por encima de los de sus pares de países de similar desarrollo y hasta de naciones europeas. Asimismo, nos hemos aguantado con estoicismo las demás gabelas de la impúdica dieta parlamentaria, con ese tráfago de altos sueldos, asesores, escoltas, carros blindados, computadores, oficinas, viajes, pasajes, celulares, etc.

Y si bien todo eso es absurdo, lo de las pensiones parece un asunto criminal. No solo es un abuso que haya pensiones que superen el límite de los 25 salarios mínimos estipulado por la ley, sino que no tiene ninguna razón de ser el que altos servidores públicos estén cobijados por un régimen especial, distinto al del resto de los colombianos, para quienes debe fijarse la pensión con base en el promedio salarial de los últimos diez años y no solo el del último año, como ocurre con los viejitos lindos de la patria.

Pero hay más. No tiene el menor asiento ético y moral el hecho de que alguien aplique a pensión de congresista por haber calentado curul un par de meses hace 20, 30 o 40 años, o por haber sido magistrado auxiliar de una de las altas cortes durante un mes, en lo que se ha bautizado como el ‘carrusel’ de las pensiones. Y, para colmo de males, muchos de estos balotos multimillonarios son pagados a jóvenes viudas que habían contraído nupcias con estos cafres a cambio de nuestro dinero.

Este sistema debe derogarse -con retroactividad, nada de ‘derechos adquiridos’- y cada quien recibir su pensión conforme a sus aportes. Si ya sabemos que este es uno de los países más desiguales del mundo, no se entiende cómo se les subsidian pensiones de más de 15 millones mensuales a estos rufianes cuando el límite del subsidio de vivienda (que se da por una sola vez) acaba de ser fijado en 12,9 millones.

Esto no es un asunto de sostenibilidad financiera sino de justicia: las pensiones de un millar de privilegiados suman unos 300.000 millones anuales que no llegan ni al 0,2 por ciento del presupuesto de la Nación (185 billones), pero es una iniquidad que lacera y mancilla a todos los colombianos.

No podemos permitir que una clase política venal nos arrastre al despeñadero abriéndole paso al populismo al compás de la corrupción, el despilfarro y esos privilegios injustificables. La Corte Constitucional ha tenido la mala costumbre de atribuirse la capacidad de legislar, y ojalá esta vez lo haga, porque los colombianos ya no aguantan más esta mafia.

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