Por: Mauricio Cabrera Galvis
La semana pasada planteaba que una de las razones del gran auge económico de Bogotá -y también de la enorme congestión y la saturación de la ciudad- era la desproporcionada concentración del aparato estatal. La Presidencia y todos los ministerios, el Congreso, las altas Cortes de Justicia y además la inmensa mayoría de las entidades descentralizadas del orden nacional, tienen su asiento en la capital del país.

No es que Bogotá tenga abundantes recursos naturales, ni que su ubicación geográfica sea privilegiada; por el contrario a lo largo de toda la historia siempre han sido un problema el transporte y las comunicaciones con Bogotá. Pero allí se toman las decisiones, allí está el Poder Político y también el Poder Financiero, que atraen gente y empresas como la miel a las moscas y generan una sociedad megacefálica que es dañina no solo para el resto del país sino también para la misma Bogotá.

Este patrón de desarrollo concentrado en una ciudad ha predominado en varios países latinoamericanos. Buenos Aires, Montevideo, Santiago, Lima, Caracas y hasta el mismo México D.F. son ejemplos de esa tendencia en sus respectivos países. Colombia, por el contrario se mencionaba como una de las excepciones en la región porque era un «país de ciudades». Pero en otras partes del mundo no existe tal concentración de poderes en una sola ciudad, y aún en Latinoamérica ha venido cambiando la tendencia.

En Estados Unidos decidieron desde finales del siglo XVIII construir una capital distinta de las ciudades importantes de la época; hoy Washington D.C. es la sede de los tres poderes del Estado, pero no es la ciudad más grande ni es el centro financiero del país. A nivel estatal sucede lo mismo, pues las capitales de todos los Estados son ciudades «secundarias» en términos de tamaño o importancia financiera. Nueva York puede ser la capital financiera del mundo, pero no la capital del Estado, que es Albany. En California no es Los Angeles sino Sacramento, y en Florida no es Miami sino Talahasse.

Otros países han tomado decisiones más o menos radicales para tratar de desconcentrar geográficamente el poder. El ejemplo más claro es la construcción de Brasilia a mediados del siglo pasado, en parte para superar la disputa histórica entre Sao Paulo y Río, y en parte para generar un nuevo polo de desarrollo. Una medida menos radical se tomó en Chile en 1988, cuando se decidió sacar el Congreso de Santiago y trasladarlo a Valparaíso. Por su parte en Ecuador la gran transformación de Guayaquil es fruto de una decisión política local y no del gobierno central.

En otras latitudes tal vez el caso más notable es el de Sudáfrica, donde la desconcentración es total: la Presidencia del país está en Pretoria, el poder Judicial en Johannesburgo -a 90 minutos por carretera- y el Congreso en Ciudad del Cabo, a casi dos horas en avión. Es costoso, pero funciona, y mucho más ahora con Internet y el avance de las telecomunicaciones.

En Colombia se hizo un tímido intento de sacar entidades de Bogotá durante el gobierno de López Michelsen, pero ya todas volvieron a Bogotá con excepción de Isa e Isagen que permanecen en Medellín. Hay que intentarlo de nuevo. Por ejemplo, ¿por qué Ecopetrol no puede estar en Bucaramanga, Proexport o el INCO en Cali, y el manejo de los puertos en Cartagena o Barranquilla? El aparato estatal puede y debe descentralizarse.

COLETILLA. ¿Cuál es el colmo del centralismo bogotano? Que la gobernación de Cundinamarca este en Bogotá, que no pertenece a ese departamento, sin razón alguna que lo justifique.