Por: Andrés Mejía Vergnaud
¿Qué me motiva a escribir estas reflexiones? El presidente Santos ha dicho que su “obsesión” es “entregar el país en paz”, y que logrará ese objetivo “por las buenas o por las malas”. En materia de gobierno las obsesiones pueden ser provechosas, si se entienden como motivaciones intensas para alcanzar resultados necesarios o buenos. Pero para que una “obsesión” tenga ese buen carácter es necesario que la acompañen dos elementos. Primero, ella debe tener como objetivo central el logro del resultado mismo, y no otros que podrían llegar con éste de manera colateral, como el reconocimiento, la gloria o el poder. En segundo lugar, la “obsesión” debe desenvolverse dentro del límite de lo razonable: de poco valdría, por ejemplo, que un gobernante se obsesione con un resultado si, en pos de alcanzarlo, incurre en errores cuyas consecuencias terminan siendo mayores que el problema que se deseaba curar.

Naturalmente, ignoro si la obsesión de Santos cumple con estos dos criterios. No es muy tranquilizadora la cláusula aquella de que se hará “por las buenas o por las malas”: al no saber exactamente a qué se refiere con eso, es inevitable pensar que podría incluso salirse de lo razonable en pos de su anhelo. Sólo queda esperar que así no sea. Pero si en algo son de ayuda, ofrezco una serie de ideas no sistemáticas, nacidas apenas de la memoria y de la reflexión, las cuales, a mi modo de ver, podrían ayudar a delinear ese límite de lo razonable, ese rango del cual no debería salirse el Presidente en la persecución de su objetivo.

Pero antes de exponerlas es necesaria una aclaración, ya que el tema de la paz se ha convertido en el objeto de los más simplistas análisis, y de la más lamentable elaboración de estereotipos. La aclaración es esta: no por escribir estas líneas ha de tildárseme como enemigo de la negociación, o “de la paz”. Durante décadas, la superficialidad nacional ha creído que la negociación de paz es cuestión de pura voluntad, de darse la mano, de “desarmar los corazones”, de expresar, gritar y manifestar que queremos la paz. Y no es un misterio que hayamos ido de fracaso en fracaso: un proceso de paz, como cualquier otra negociación, exige una buena estrategia y un abordaje tan racional que parecería frío. Pero cuando aparece alguna voz de escepticismo o de crítica razonable, que llama la atención sobre debilidades que han de ser corregidas, la superficialidad nacional le tilda de extremista y de enemigo de la paz. Mi propósito, aclaro entonces, no es otro que el de contribuir a la elaboración de esa buena estrategia, si es que existe la intención de hacerlo.

Me excusarán que el formato elegido sea un poco pretencioso: haré una lista de lo que, creo, serían errores en la concepción y en el trámite de una iniciativa de paz.

1. Errores en cuanto a la caracterización y comprensión del objetivo
En cualquier negociación, los errores más catastróficos provienen de una errónea caracterización inicial de los objetivos. Todo negociador empieza con una idea en mente de lo que quiere alcanzar, y esa idea le ayuda a decidir qué está dispuesto a dar a cambio, y en qué puede ceder. Si la idea que se ha formado de su objetivo es falsa, cederá y entregará mucho más de lo que su ganancia real habría justificado. Basta imaginar a quien va a comprar un carro usado creyendo que está en muy buena condición, y que por tanto adquirirá un vehículo de muy buena calidad; con esto en mente fija la cantidad que está dispuesto a dar. A muchos ha ocurrido, que, sentados al lado de la carretera con las manos en la cabeza y esperando a la grúa, se dan cuenta de que pagaron en exceso, pues su idea de lo que comprarían era inexacta: el estado del automóvil era inferior. Veamos cómo puede ocurrir eso en un proceso de paz: cómo puede allí incurrirse en una caracterización errada del objetivo y de su valor.

1.1 El error de creer que la desmovilización de las guerrillas traerá la paz: Apenas hace unos días, el Congreso aprobó en sexto debate el famoso Marco Jurídico para la Paz, criticado por la izquierda y por la derecha, y señalado de tener muy deficiente técnica jurídica. Explicaba por radio el senador Juan Fernando Cristo por qué, a pesar de aquello, se había procedido con la aprobación. Respondió que la negociación con las Farc y con el ELN traería la paz al país. Es decir, por la paz del país vale la pena aprobar esta norma.

Más nos conviene no arrancar con esa ilusión en mente, pues nos puede llevar a dolorosas decepciones. Incluso si se lograse el objetivo de una desmovilización exitosa de esos dos grupos, no vendrá como efecto “la paz del país”. Esto porque la causa de la violencia en Colombia no es la existencia de las Farc y del ELN. La causa es más profunda y difícil de resolver: los factores que en cualquier lugar del mundo traen violencia existen en abundancia en muchas zonas de Colombia, y seguirán existiendo incluso si se acaba las Farc y el ELN.

El más importante de tales factores es fácil de enunciar, pero difícil de corregir: en la mayor parte del territorio nacional no rige efectivamente la jurisdicción del Estado. En algunas está casi del todo ausente. En otras existe de manera precaria, y compite con otros sistemas de organización social que generalmente le ganan. Gran parte del territorio colombiano es una frontera sin ley, abierta a la acción armada y delincuencial. En dicha frontera han prosperado las guerrillas de hoy; en su ausencia no va a surgir por arte de magia la armonía: en el vacío de autoridad van a emerger otros actores de violencia: paramilitares, gamonales, narcotraficantes, bandas de delincuentes, guerrillas nuevas, etc. Basta ver lo que ocurrió en el Urabá, y en buena parte del Caribe colombiano, tras la desmovilización paramilitar: el resurgimiento de estructuras armadas que viven del delito, y cuyo poder local es más eficaz y más fuerte que el del Estado.

Ahora bien: es muy probable que, si se efectuase una desmovilización de las guerrillas, ciertos tipos de delitos y de acciones armadas disminuirían en el corto plazo. Pero me atrevería incluso a decir que la violencia aumentaría en algunas zonas, donde el control efectivo que ejerce la guerrilla terminaría, y daría paso a expresiones delincuenciales diversas. Y obsérvese que ni siquiera hemos considerado un escenario que no deja de ser muy probable: el de las disidencias, el de que no todos en las filas guerrilleras acepten los acuerdos, y por tanto algunas estructuras armadas sigan activas.

Creo entonces, en fin, que es un error presumir que la desmovilización de las Farc y del ELN traería “la paz a Colombia”.

1.2 El error de asumir dogmáticamente que la paz negociada es necesariamente la mejor alternativa: He llegado al punto donde tendré que exponer una opinión por la cual seguramente seré calificado de genocida, o de no tener consideración ninguna por la vida humana.

Cuando se hace en abstracto la pregunta de si es mejor una paz negociada o la continuación de la guerra, es evidente que la respuesta ha de ser la primera. Pero el asunto deja de ser tan claro cuando se consideran las circunstancias reales, y cuando las preguntas de fondo se formulan.

Como decía al principio, mi aproximación a estos temas es pragmática, y prefiero pensar en resultados más que en cuestiones morales o de principio. Por eso no me seduce mucho el argumento de que no se debe hacer la paz con las guerrillas porque estas son criminales. Si el objetivo a ganar fuese suficientemente apreciable, y su beneficio común fuese claro, sería válido negociar con el mismo satanás.

Pero quien piensa con mentalidad pragmática no debe considerar solamente las consecuencias de corto plazo, como sería un supuesto advenimiento inmediato de la paz (de cuya fiabilidad ya me he ocupado). Tengo en mente una consecuencia de carácter profundo y de prolongado efecto temporal: al negociar la paz con las guerrillas actuales, en particular con las Farc, nuestra sociedad estaría dando plena validez al uso de las armas, del crimen y del terror para hacer política y para promover un ideario. El proceso de construcción de nuestra república exige que, en algún momento, nuestra sociedad establezca que la vía del asesinato no se admite en la política, y que quien desee llegar al poder, o quien quiera expresar una opinión, lo haga con respeto por los derechos de los demás.

Ninguna democracia es perfecta, y mucho menos lo sería la colombiana. Pero veo a diario manifestaciones pacíficas y deliberativas de ideas, algunas de las cuales llegan a tener éxito electoral. No hay ninguna razón por la cual, frente a dichas expresiones pacíficas, deban tener un privilegio las actuaciones armadas, y deba tener derecho a mayor y mejor consideración quien, en lugar de hablar o de escribir, ha decidido matar y secuestrar.

La edificación de la democracia colombiana requiere de una decisión categórica: la de no admitir el asesinato y el crimen como instrumentos políticos. Lo contrario implica seguir enviando el mensaje de que el crimen sí paga, y paga en grande mientras más despiadado sea. No en vano, al tratamiento político han aspirado incluso organizaciones puras de narcotraficantes, cuya característica es la de haber alcanzado un poder tan colosal que pueden intimidar al Gobierno. Es lamentable que en varios casos se han salido con la suya.

2. Errores surgidos de una mala comprensión de la contraparte
Hay otra forma de equivocarse en una negociación: entender mal a la contraparte, no conocerla correctamente. De ello surgen expectativas las cuales, a su vez, influyen en el modo como el negociador construye su estrategia. Sólo para llevarse después grandes decepciones.

2.1 El error de creer que las Farc se van a desmovilizar: Durante décadas, en todos los tonos posibles, las Farc han repetido que jamás se van a desmovilizar. Decía Simón Trinidad que las Farc nunca iban a dejar las armas, y que la dirigencia colombiana se equivocaba al creer lo contrario. Temo que muchos piensan que es posible hacer con las Farc un proceso similar al que se hizo con el M-19, en el cual dicho grupo accedió a dejar las armas y luego formar un partido político. Semejante cosa es completamente contraria al modo de pensar de las Farc.

Esta organización tiene una idea muy diferente de lo que debe ser un proceso de paz. En ellos está arraigada la idea de que su lucha es revolucionaria, y sólo debe detenerse cuando haya logrado su objetivo, el cual es llegar al poder político para transformar a la sociedad. No mediante la vía electoral, a la manera del M-19: para ellos esto significaría haber perdido todos sus años de lucha armada, para volverse un simple competidor más en un sistema electoral al cual desprecian. Quien revise las declaraciones, documentos y pronunciamientos de las Farc, verá que para ellas un proceso de paz debe producir un acceso directo al poder político, así sea parcial. Puede ser, por ejemplo, mediante una asamblea constituyente donde a los delegatarios de las Farc se les asignaría un cupo fijo. Y en todas las ocasiones han exigido una reconfiguración de las fuerzas militares, una especie de liquidación de las actuales para construir unas nuevas a las cuales entrarían sus militantes. Además de lo anterior, las Farc han insistido en discutir en la mesa de negociaciones temas como la economía y la estructura social del país: su objetivo ha sido que como conclusión de los diálogos de paz se pacten transformaciones. Esto último es por completo chocante a la democracia, y constituiría un abuso imperdonable con la ciudadanía, cuyo destino se estaría decidiendo en una mesa de negociaciones entre cuatro o seis delegados.

Ahora bien: la lógica de una confrontación armada indicaría que la contraparte es más flexible en la medida en que su posición militar sea menos ventajosa. Es decir: en principio es concebible que las Farc abandonasen esta postura en favor de una concepción más razonable y democrática de los procesos de paz. Pero hay que resaltar que ahora mismo, tras haber sufrido el mayor retroceso militar de tiempos recientes, no hay evidencia de un cambio en su modo de pensar. Al fin y al cabo éste tiene sus raíces en concepciones muy pétreas acerca de la democracia, a la que ven con desprecio por ser presuntamente una ficción burguesa.

2.2 El error de creer que la política de tierras, y otros programas sociales, menguarán la fuerza de la guerrilla: Tantas veces ha repetido el presidente Santos estas ideas, que empiezo a preguntarme si en verdad las cree. Porque de ser así, nos hallamos frente a un serio error de cálculo. Incluso si la política de restitución de tierras fuese exitosa, ella no va quitar fuerza de ningún tipo a la guerrilla. La reivindicación de las tierras, y los problemas surgidos alrededor del despojo violento de la pequeña propiedad territorial, fueron un factor central en el proceso de conformación de las Farc. Pero lo fueron más como una causa que como un punto de la agenda: muchos de quienes integraron las Farc en los años sesenta habían sufrido despojo de sus tierras, o lo habían sufrido sus padres. Pero el robo a sangre y fuego de tierras ocurrido en las últimas dos décadas, si bien es una horrenda tragedia humana y social, no es parte central de la agenda de las Farc, ni sus víctimas conforman una base social de apoyo a dicho grupo. Se llevaría por tanto una sorpresa el gobierno si, en una mesa de negociaciones, exhibiera su política de tierras como instrumento para ganar fuerza frente a las Farc. Se dará cuenta de que esa política poco les importa y poco les impresiona, y los resultados de ella, si los hubiere, poca fuerza les restan.

3. Precaución con la euforia
Entre mis reflexiones sólo resta una advertencia: la ansiedad y la euforia son malas consejeras.

La ansiedad previa: creo que en el comportamiento de Santos pueden verse síntomas preocupantes de la ansiedad que le produce su “obsesión”. Hay uno en particular que me resulta muy curioso, y que se ha manifestado al menos en dos ocasiones: la aparente intención de exculpar a las Farc por actos terroristas, o de insistir en que no se les puede culpar. Esto ocurrió tras el secuestro de Roméo Langlois, y tras el atentado contra Fernando Londoño. En ambos casos, el gobierno lucía excesivamente preocupado por restar crédito a la hipótesis de que los responsables fuesen las Farc, incluso cuando en uno de los casos, el de Langlois, la evidencia apuntaba de manera casi total en esa dirección. No hay nada malo con la prudencia, y está bien aguardar el resultado de las investigaciones para asignar responsabilidades. Pero la prudencia queda bien servida con el silencio: no es necesario que el gobierno se esfuerce en debilitar la hipótesis de las Farc. A menos, claro, que como parte de la preparación de un proceso de paz, quiera de cierto modo hacerlos aparecer como un grupo digno de tratamiento político, para lo cual debe limpiar un poco la imagen que han ganado como terroristas.

Y la euforia posterior: suponiendo que se lograsen superar todos los obstáculos, y que se pudiera llegar hasta las fases finales de un proceso de paz, temo que la superficialidad y la falta de estrategia, tan típicas de nuestro manejo del tema, se combinarán con la euforia para manifestarse de esta manera: podría ocurrir que accedamos a peticiones de otro modo inaceptables, y que serían perjudiciales para los colombianos, sólo por la “obsesión” de culminar exitosamente un proceso de paz. Y sobra decir que, quien se atreva a cuestionar esos acuerdos, será llamado enemigo de la paz. Tengo en mente sobre todo reformas económicas. Las Farc suelen proponer una agenda económica a la cual sería un halago tildar de suicida. Pero en pos de “la paz del país”, ¿por qué no acceder a la nacionalización de los recursos naturales?; en pos de “la paz del país”, ¿cómo no aceptar la restricción de las importaciones?; en pos de “la paz del país, “¿qué de malo tendría expropiar algunas industrias?” He visto en nuestro país tantas euforias vacías, que me cuesta poco esfuerzo imaginar esta.