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Por: Jorge Orlando Melo
Cuando la Oficina de Derechos Humanos de las Naciones Unidas pidió que la justicia colombiana investigara los indicios de excesos de la Fuerza Pública en el Catatumbo, los irritados voceros oficiales respondieron, como si no hubieran oído nada, que se equivocaba, pues era la justicia colombiana la que debía investigar si había delitos. Y el Eln mandó una carta a la Iglesia que niega que para lograr la paz haya que entregar las armas, a menos, parece, que el Ejército también haga su desarme.

Lo que tienen en común estas respuestas ilógicas es que muestran que las convicciones que alimentaron la tragedia colombiana siguen vivas.

Muchos justifican la guerrilla como una respuesta inevitable y lícita a las injusticias sociales, la desigualdad, las limitaciones de la democracia, la violencia estructural del sistema. No pongo en duda la buena fe de los defensores de la lucha armada, pero, fuera de que es falso que esta sea el resultado de esos factores, los efectos muestran que la guerra defensiva a nombre del pueblo fue un trágico error, un crimen con consecuencias terribles para el pueblo, para los movimientos que buscan una sociedad justa, para los partidos que creían que podrían luchar legalmente por los objetivos sociales de las Farc.

Como resultado de casi 50 años de guerrilla, la sociedad colombiana se endureció: se formaron los paramilitares, el Ejército apeló a la tortura y algunos de sus miembros, díscolos y desobedientes, usaron “todas las formas de lucha” contra la guerrilla, la población apoyó el autoritarismo.

Si no hubiera habido lucha armada, Colombia sería menos desigual; los partidos políticos de izquierda, más fuertes; la democracia, más real; la economía, más próspera; el Ejército, más chiquito; la política social, más eficaz, y la opinión, menos derechista, menos dispuesta a creer que contra la guerrilla todo vale. Los males de los que nos iba a librar esta no hicieron sino crecer por ella, y eso lo ignora la carta del Eln.

Los paramilitares, los militares que en los ochenta apoyaron la guerra sucia contra la UP o los simpatizantes civiles de la guerrilla tenían un argumento similar: hacían una guerra defensiva para proteger a los civiles a los que el Estado no podía, por la lógica de la guerra irregular, defender. Y también tuvieron un resultado contraproducente. Si la guerrilla sobrevivió fue por el rechazo de buena parte del país a los excesos militares, que terminó llevando a que la opinión, aterrada, se inclinara por una eterna negociación.

Los extremistas se alimentan mutuamente. Creen defenderse de las injusticias de las que son víctimas, y atacan ante todo a los simpatizantes desarmados del adversario. La guerrilla secuestra a empresarios o civiles que simpatizan con el Estado; sus enemigos atacan la “subversión interna”, los maestros y sindicalistas, los organizadores populares, los que podían dar aliento a la guerrilla. Así como la idea de que la guerra no se gana por el estorbo de las normas nutre la errada reforma de la justicia penal militar, el recuerdo de los movimientos civiles estimulados por una guerrilla armada distorsiona la percepción de los funcionarios, que se inquietan, en el Catatumbo, por la presencia de simpatizantes de la guerrilla.

Hemos ensayado durante décadas la guerra defensiva de lado y lado, sin éxito. Es el momento de invocar un pacifismo total, e insistir ante la guerrilla en que lo que busca solo se puede lograr si deja las armas, pues una paz armada es contradictoria y atraería más violencia contra ella. Y pedir al Gobierno que no calme a los partidarios de la guerra total con gestos de un belicismo que va contra sus propios esfuerzos de paz.

Fuente: ElTiempo.com