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Por Juan Diego Restrepo E.*
En Medellín, la “ciudad más innovadora del mundo”, cunde el miedo a las acciones violentas de los grupos armados ilegales que operan entre callejuelas, descampados, terrazas y lotes baldíos. Hasta el momento, la única solución a la que le apuesta la Alcaldía de Medellín es incrementar la presencia de la Fuerza Pública, pero esa alternativa no es suficiente para que los ciudadanos superen sus temores y recuperen la tranquilidad.

Los masivos desplazamientos intraurbanos ocurridos en los últimos días en un sector del corregimiento San Cristóbal, zona occidental de la ciudad, son una reacción dramática a la amenazas proferidas por miembros de estructuras criminales que trasiegan por aquellas zonas semiurbanas, estratégicas para su movilidad y dinamizadoras de sus actividades económicas ilícitas.

Cuando se recorren algunas zonas de la ciudad, puede percibirse que el miedo se ha institucionalizado: la gente habla poco, camina rápido y mantiene la mirada al piso cuando se cruzan con “los muchachos”, es decir, con quienes ejercen la autoridad; no acepta visitas de familiares y amigos de forma sorpresiva sino que tienen que ser anunciadas con tiempo para avisarles a las bandas y evitar así que tomen represalias porque son desconocidos; el pago por un supuesto servicio de vigilancia lo hace sin reproches, dada la intimidación a la que está sometida. Más allá de los grupos armados ilegales, quien gobierna en decenas de barrios de Medellín es el miedo.

En barriadas periféricas, y otras no tanto, hay un disciplinamiento cotidiano instaurado por las bandas armadas ilegales que ni la presencia de la Fuerza Pública, en sus componentes de Ejército y Policía, es capaz de socavarlo, entre otras razones por su falta de legitimidad ante las comunidades, que los ven muy cercanos a los miembros de esos grupos criminales y lejanos a sus responsabilidades constitucionales.

Ese disciplinamiento social se consolidó en el pasado a través de cientos de acciones de violencia directa – masacres, homicidios selectivos, desapariciones, torturas –; por ello, para esas estructuras armadas ilegales, es relativamente fácil provocar un desplazamiento masivo: basta una orden para que la gente abandone el vecindario, pues ya sabe que son amenazas verosímiles. Ya lo decía Thomas Hobbes: “la reputación de poder es poder”.

En situaciones como las que ha padecido Medellín en los últimos 25 años, donde las autoridades civiles han sido incapaces de intervenir con eficiencia para que las comunidades superen sus miedos, la violencia ha pasado de un estado de realidad permanente a un estado de potencialidad, es decir, no se requiere la violencia directa para recordarle a la gente que vive sometida a los intereses de un grupo armado ilegal. En ese sentido, es claro lo que afirma Jean-François Gayraud: “la reputación de peligrosidad, fruto de la historia y el mito, basta de ordinario para extender el miedo”.

El miedo tiene efectos individuales y colectivos que aún no han sido contrarrestados con efectivas intervenciones sociales, ni mucho explorados ni investigados a profundidad en esta nueva fase de violencia urbana que padece la capital antioqueña desde hace por lo menos seis años, pese a que sus expresiones son constantes y tienen una historia que no se puede desdeñar. Al respecto, Zygmunt Bauman advierte que “el espectro de las ‘calles inseguras’, que hiela la sangre y destruye los nervios, mantiene a la gente lejos de los espacios públicos y los disuade de buscar el arte y las habilidades que se requieren para participar en la vida pública”.

Lo que está en juego en la ciudad “más innovadora del mundo” es la solidez del tejido social, los lazos comunitarios y la vivencia plena de la ciudadanía en democracia. Son aberrantes las limitaciones que viven a diario la gente en sus barriadas, agobiadas por el poder que ejercen los grupos armados, y también aquellos que deben transitar por ellas en razón de sus trabajos, estudios, nexos familiares o simples actividades de ocio. La ineficiencia del Estado local ha convertido a Medellín en una ciudad desarticulada y fragmentada, en la que predominan pequeños grupos, de carácter mafioso, que han logrado constituirse en un poder alternativo.

Los controles y la vigilancia ilegal que se imponen en esas zonas no están dados por las leyes sino por la autoridad alcanzada a través de la violencia. Hasta el momento no ha habido propuestas de política pública que intenten romper los imaginarios de poder que lastimosamente ha tenido que construir la gente para sobrevivir. Y así no lo quieran admitir las autoridades locales, regionales y nacionales, esos imaginarios se reforzaron cuando se legalizaron prácticas violentas a través del proceso de desmovilización y reinserción de los grupos paramilitares con fuerte presencia urbana. Medellín es un ejemplo de ello.

Angustia ver las imágenes de los pobladores del sector de La Loma, en San Cristóbal, cargando sobre sus hombros el trasteo ante la mirada impotente de soldados y policías, una prueba contundente del miedo provocado por los grupos armados ilegales entre las comunidades y del dominio y control territorial que ejercen, lo que demuestra que es superior a la presencia del Estado. Algo se ha hecho mal en esta ciudad que permitió semejante demostración de señorío.

La pregunta que surge entonces es ¿cómo derrotar el miedo? No basta con encarcelar a los integrantes de las bandas, pues se ha visto que otros surgen y toman esos puestos que quedan vacíos por acción de las autoridades. Masificar las acciones psicosociales, rescatar el espacio público, fortalecer las organizaciones sociales, intensificar intervenciones deportivas y culturales en los centros educativos y promover soluciones laborales a largo de plazo, serían parte de las soluciones. Lo extraño es que siendo la “ciudad más innovadora del mundo”, no se haya pensado en soluciones efectivas y de largo plazo, más allá de aumentan la tropa en los barrios, una solución simplista a los problemas estructurales que tiene Medellín.

* Periodista y docente universitario.

Fuente: Semana.com